Vine a Pamplona por una pérdida. Ella dejó este plano terrenal y yo abandoné la capital para vivir en el norte. Ya había sufrido la «puñalada» de la muerte antes, pero esto fue diferente: el acompañamiento. Cada día usábamos Reiki, presencial y a distancia. Mi mente se burlaba de mí. «Esto no sirve para nada, es una gilipollez, déjalo estar». Pero yo perseveraba. Me tapaba los oídos y seguía en ello. A veces me dormía encima de la foto, pero algo estaba pasando. Y lo que pasó nos cambió para siempre.

Ella se marchó en paz, soltando lastres pesados y venenos antiguos. Y nosotros quedamos envueltos en una energía de calma profunda y sutil alegría. Sí, alegría. Suena raro, pero fue así, y duró unos cuantos días. La gente nos abrazaba, los cuerpos se estremecían, las emociones se desbordaban. Sin embargo, por dentro nos sentíamos bien. ¿Fue un Anshin Ritsumei pasajero? Pase lo que pase estás en paz, eso dicen que significa esto, pues eso mismo fue lo que vivimos.
¿Se puede lograr esto en cada caso? No hay evidencia. Estaría bien investigar, pero de momento somos brujos que no merecen el respeto de la ciencia. Podemos contar nuestro caso, lo que sentimos, esa calidez inolvidable, pero hasta ahí llegamos. Si la muerte es repentina o si la relación es conflictiva la aplicación del Reiki se complica. Ahora bien, si hay oportunidad de acompañar enviando energía y compasión hacia quien vive su última etapa en esta dimensión, hay que hacerlo.

Desde mi punto de vista somos seres mentales, corporales, emocionales y energéticos. Pero siempre somos energía antes de ocupar un cuerpo y después de dejarlo. Cuando aplicas Reiki lo que haces es recordar a esa parte energética de dónde viene. De algún modo, el aroma de la vuelta a casa envuelve a la persona y eso facilita el proceso de desapego. Cada día que pasa te vuelves menos corpóreo y más energético. Vas aligerando tu mochila.
La experiencia de acompañamiento fue tan impactante que creé un taller: Reiki para el «final» de la vida. Fue el colofón a una vivencia de despertar espiritual que todo el mundo debería conocer. Desterrar el tabú de la muerte para tratarla con el respeto y cuidado que merece debería ser una asignatura obligatoria. Aprender a estar al lado de quienes se van, a darles nuestro amor, y usar las herramientas necesarias para procurar una partida más consciente.

Esto no me ha quitado el miedo a perder a las personas que amo. Claro que tengo miedo, pero trato de cultivar cada día esa consciencia de finitud compartida. Y eso lo que provoca en mí es más ganas de vivir, de aprovechar el tiempo, de valorar los pequeños detalles, de mirar a los ojos y sonreír, de no olvidarme de decir «te quiero» cada día, de tratar de ser más humano, de jugar y estar presente, de cuidarme y respetarme, y sobre todo, de dar gracias por este regalo de la existencia.
Para mí la muerte no es el final, por eso esta palabra va entrecomillada. Pero eso no nos exime de nuestra responsabilidad aquí. Responsabilidad para ser y estar más conectados cada día a nuestra esencia. Para que el tiempo que pasamos aquí tenga un sentido. Porque esta forma humana que tenemos tú y yo ahora es irrepetible, sea como sea. Aceptar todo y hacer lo mejor que puedas con ello sabiéndote imperfecto/a y cuando te toque marcharte de aquí saber que has vivido o por lo menos lo has intentado. De eso va esta película.
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