Hay un efecto inmediato en esto del sentarse y silenciarse: paz. No siempre estable ni duradera, pero está ahí, como un templo vacío, más bien un refugio cuya llave es la intención. Pero en ese templo no solo hay silencio, sino todas las posibilidades expresivas y de materialización, ideas en estado puro, sin contaminar por los condicionamientos de nuestros ambientes-traumas-genes-familias y otros animales. Entonces, sin apenas buscarlo, aparecen palabras, frases o imágenes que piden ver la luz. Toca escribir.
Después de meditar es cuando mejor escribo, pues lo hago casi olvidado de mí. No tengo al censor atizándome con una vara de bambú. Me siento más libre, apenas pienso y las frases se hilvanan como un hilo de algodón en una rueca. Son escritos meditativos, sin GPS, sin anhelos ni metas, brotan como la escarcha tras una noche glacial, convertidos en un río de agua virgen, hechos solo para el gozo del instante. Son escritos de presente puro, ese es su valor.

También surge una vena mística y psicológica. Cambio la primera persona por la segunda, en ese afán por apartarme de la dictadura del «Yo», y se perfilan mensajes alados, sutiles conexiones entre los ojos que miran al papel y una dimensión tan profunda que no se puede casi ni imaginar. En ese momento, tras el éxtasis, no doy mucho crédito a lo plasmado. Esto solo gana peso y sentido con el paso de los días, cuando uno vuelve a la libreta para releer y preguntarse si de verdad eso salió de su mano.
Porque cuando hablo es escribir, aunque aquí lo hago por medio de un teclado, siempre me refiero a hacerlo a mano. No es lo mismo elegir entre Times New Roman o Georgia tamaño 11 que perfilar las letras con tu estilo, sentir cómo la tinta llena cada hoja, parar, descansar, llevarse el boli a la boca, morderlo, mirar por la ventana, percibir la corriente en el pecho y regresar, encontrar tu ritmo, deshilacharte sobre el relato. Escribir a mano es un placer.

Ya no pienso en «debo» o «tengo» que escribir, lo hago por necesidad, y el binomio que se crea con la meditación es very powerfull. Todo lo que llega y cristaliza en el cuaderno adquiere un orden. La meditación primero ejerce de primer filtro. Me ayuda a discernir, separar la morralla de lo realmente útil que curiosamente nunca sé lo que es. Después, con la calma neuronal, las palabras que brotan en cascada son las que necesito, ya sea un párrafo, o tres páginas.
Hay aquí, lo confieso, una obsesión por la esencia. Aquello que no necesita más añadidos y resulta gozoso por sí mismo. Comunicarse desde lo esencial, ser y estar desde lo más genuino en ti, desapegarte, arrancarte la piel falsa, abrasar la máscara y quedar a la intemperie, sin nombre ni apellidos, estar en Eso y desde ahí vivir, y sobre todo, crear, porque la esencia es Creatividad con mayúscula inicial: crear relaciones, talleres, historias, experiencias, caricias…
Es tan tremenda la conectividad entre meditación y escritura que tras un ejercicio rutinario de atención plena un relámpago me dictó un taller de creatividad a través de la meditación. Creatividad no solo artística, sino vital. Aquí, esa sensibilidad de la que huí durante tantos años vuelve con fuerza en los estados de apaciguamiento. Me voy reconciliando con ella y a medida que avanzo me da más y más y más. Meditar es sensibilizarse a lo que eres. Escribir es dejar tu huella.
Es una pena no escribir después de meditar, pues hay mucho autoconocimiento. Fijar aquello de lo que uno se da cuenta durante el proceso de parar la maquinaria es primordial. Es como si un sabio te revelara detalles sobre ti y tú lo escucharas mientras miras el teléfono móvil. En la meditación no hay un fin ni un objetivo concreto, pero ves tus interioridades lo quieras o no. Y en ello hay una oportunidad de sanación o por lo menos de abrir una rendija en el personaje que has construido.
Por supuesto, no siempre te vienen ideas geniales, y eso también está bien. Pero escribir es como ir al gimnasio. Y la meditación es el mejor aparato para ganar músculo y fluidez. Cuando no hay objeto ni presión añadida la página en blanco ya no te intimida. Escribes lo que te venga, lo que te dé la gana, lo que te apetece sin jueces ni haters. Te das permiso para jugar, porque al final se trata de eso, de perder el miedo a experimentar, de saltar por encima de lo perfecto y del error, y disfrutar.
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